Capítulo 7
Turbias revelaciones
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Sus ojos, aunque hinchados y pesados como dos
La estancia en la que se encontraba era aún peor que en la que vivía. No es que tuviera la intención de ser prepotente en un momento como ese, pero cualquiera vería que el piso estaba hecho un desastre. El apartamento se encontraba en un bloque de pisos de dudosa fama, eso para empezar y, para seguir —además de que juraría haberse encontrado con dos gángsters en las escaleras—, el apartamento entero era del tamaño de un cuadradito en el que se repartían salón, cocina, baño y una habitación que no daba más que para la cama de matrimonio.
Jungjae llevaba un buen rato en la cocina, por lo que había podido inspeccionar todo lo que su posición privilegiada le había permitido. Aunque, siendo sincera, no había mucho que cotillear; la casa estaba bastante despejada. O bien al chico le iba muchísimo el rollo minimalista o no tenía pasta para comprar muebles. Lo bueno de ese piso era que estaba increíblemente limpio y ordenado, como si Marie Kondo hubiera decidido hacerle una visita el día anterior. Lo único que no lo estaba eran las sábanas blancas de la cama, que Ina observaba compulsivamente cada pocos segundos.
«Por favor, no puedes ponerte nerviosa por mirar la cama de un chico». Ese pensamiento hubiera tenido más sentido si no fuera porque esa cama a la que se refería estaba también en la casa de ese chico, uno al que apenas conocía, uno al que escuchaba trastear en la cocina. Y ella estaba a solas con él, en su piso, de noche. Lo que es peor: estaba en el sofá de ese chico, en su piso, de noche.
Era patético, pero de repente solo le apetecía salir corriendo.
Decidió que, mientras Jungjae seguía con lo que estuviera haciendo en la cocina, lo mejor sería fijarse en algo menos comprometedor que la cama. Las paredes beige eran buena opción, pero los desconchones la ponían de los nervios, así que bajó la mirada al suelo. El cambio resultó ser igual de triste, puesto que el parqué estaba hinchado por algunas partes y desvaído por otras.
Se arrepintió de haber aceptado ir. Por lo menos, en el pc bang disponía de un ordenador; es decir, de una fuente de entretenimiento de la que echar mano durante horas y horas, pero ahora, ¿qué iba a hacer toda la noche en el piso de Jungjae?
La realización de lo sucia que podía llegar a ser su mente la puso todavía más nerviosa. ¡Si ni siquiera se había podido sentar en el sofá por iniciativa propia! El chico lo ofreció tras verla cinco minutos clavada en medio del salón, ¡¿cómo demonios iba pensar en temas más turbios?!
—¿Seguro que no quieres un sándwich? —preguntó el cajero, saliendo de la cocina con un plato rebosante en la mano.
—Seguro.
Jungjae se encogió de hombros, caminó el pequeño recorrido que le separaba del sofá y, sin más, se sentó a su lado. Como si no le importara una mierda que el corazón de Ina pudiera reventar de un momento a otro por culpa de la presión. Ahora no solo estaba en el piso de un chico, en su sofá, de noche; ahora, estaba sentada en el sofá con un chico, en su piso, de noche…
Jungjae —que se había puesto cómodo y no llevaba chaqueta ni zapatos— dejó el plato sobre la mesita sin parar de masticar el sándwich que llevaba en la mano y la miró por un momento. Lo suficiente como para que los ojos de Ina se abrieran como platos y sus rodillas acompañasen el temblor de toda su anatomía. Mientras la observaba, parecía como si estuviese a punto de hablar, por lo que Ina se preparaba para decir cualquier cosa sin que le temblase la voz. Pero mucho antes de que pudiera reaccionar, Jungjae se inclinó hacia ella, su trasero se despegó del sofá; literalmente se abalanzaba en su dirección. Durante un largo segundo no supo cómo reaccionar, solo observó el semblante relajado del chico, sus brazos desnudos, su boca entreabierta… Y como no podía hacer nada conscientemente, su cuerpo reaccionó por ella, obligándola a cerrar los ojos.
Esperaba sentir algo. Algo más, desde luego, que el peso de Jungjae volviendo a su posición. Cuando abrió los párpados, temerosa, y vio cómo el chico posaba un ordenador junto al platito de los sándwiches, entendió que sí, Jungjae se había abalanzado hacia ella para coger el portátil que descansaba a su izquierda, en el sofá.
«Ina, te odio muchísimo ahora mismo. ¿Creías que iba a hacerte algo y cierras los ojos? ¿Qué te pasa?». El punto positivo era que el cajero no parecía haberse dado cuenta de su vergonzosa reacción, porque seguía zampando sin expresión alguna, con los ojos fijos en la pantalla y repartiendo libros por la pequeña mesa. En un intento por calmarse, dejó la espalda recta, las piernas juntas y las manos entrelazadas, rezando a cualquier dios que la escuchase para que le echase una mano en ese momento. Necesitaba recuperar la compostura urgentemente.
—A ver —comenzó a decir Jungjae. Su voz, de repente, le sonaba bastante bien. Grave, un poco ronca, masculina, suave—, ¿qué es la tendencia y la estacionalidad?
—Es… es broma, ¿no?
Jungjae se giró para mirarla sin entender la incredulidad de su tono. El muy idiota ni siquiera paraba de masticar.
—¿Gué…? —preguntó, tragando el bocado de sándwich. Ina estaba tan cabreada que ni le dejó terminar.
—¡¿Me has traído aquí para que te ayude con las clases?! ¡¿En serio?!
El cajero perdió toda la sorpresa que mostraba hace unos segundos y sonrió disimuladamente antes de dejar lo que le quedaba de pan en el plato. A pesar de que Ina estaba que echaba humo, Jungjae no pareció tomárselo mal; al contrario: pegó cómodamente la espalda contra el sofá, giró hasta dejar una pierna subida, apoyó el codo sobre el respaldo y la miró, alzando las cejas antes de hablar.
—¿Para qué creías que te había traído aquí?
—¡Yo qué sé, pero desde luego que no esperaba que…!
—¿Para qué querías que te trajese? —preguntó, enfatizando muchísimo ese querías—. ¿Tenías alguna otra cosa que hacer en mente?
El cabreo de Ina, su indignación, su desconfianza… Todos ellos se hicieron pequeños, muy pequeños. Amenazaban con irse para no volver nunca más a medida que el chico la miraba con más y más fijación. ¿Era eso posible siquiera? ¿Cómo podía sentir su mirada con más fuerza si no hacía nada más que mantener los ojos sobre ella?
—Contesta —pidió Jungjae con suavidad.
Balbuceó, intentando encontrar una respuesta. En realidad no tenía nada en mente al ir allí; ¡si ni se acordaba de por qué había aceptado acompañarle! ¡¿Cómo iba a tener intención alguna?! Al parecer, a Jungjae le había hecho gracia que se hubiera quedado en blanco, porque empezó a acercarse, aprovechando de paso para cerrar la pantalla del portátil con la mano.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó con una sonrisa socarrona—. Seguro que algo se te había ocurrido, ¿no?
—No —aseguró ella, sintiéndose mil veces más nerviosa que antes.
—¿No? —cuestionó, alzando las cejas para dar a entender que no la creía—. ¿Por eso has cerrado los ojos cuando me he acercado?
—No he… —trató de defenderse, pero la sonrisa del chico la desconcentró y no fue capaz de seguir hablando.
No tenía intención alguna de dar a entender que no esperaba que la hubiera llevado allí para estudiar, pero tampoco podía explicarse, porque no se le ocurría nada que pudiera salvarla de esas extrañas preguntas.
—Si esperas que yo haga el primer movimiento, dímelo —declaró él en voz baja.
«¿El primer movimiento? ¿De qué?».
No podía estar refiriéndose a nada raro, ¿verdad? A nada referente a ese tipo de cosas, ¿no? Su mente debía de estar engañándola. Era imposible que el cajero quisiera decir nada extraño. Ella era la desquiciada culpable de pensar cosas raras. Solo ella. Y mientras se maldecía, el recorrido del chico no paraba. De nuevo, sintió el impulso inexplicable de cerrar los ojos a cada centímetro que Jungjae avanzaba, pero si lo hacía de nuevo le daría la razón, y no la tenía. Antes no había cerrado los ojos por nada en particular, solo había sido un acto reflejo; una especie de pilotito automático que se había encendido al no saber qué hacía el chico. Pero ahora no tenía intención de dejarle tomar el control otra vez.
El problema de toda aquella situación —el principal, al menos— era que él no paraba de avanzar. En un principio Ina creyó que lo hacía para bromear, pero su cuerpo siguió acercándose más y más, y, en consecuencia, el de ella empezó a escurrirse contra el reposamanos incrustado a su espalda. Ina miraba con tanta fijación su cara —forzándose de paso a no parpadear—, que no se dio cuenta de en qué momento había descendido tanto, hasta estar completamente tumbada sobre el sofá. Jungjae sonrió aún más al verla ahí agazapada y totalmente tiesa, y, sin previo aviso, subió las piernas al cojín hasta dejarlas a ambos lados de sus caderas.
«Vale, esto SÍ que es raro. Esta postura SÍ que es extraña, ¿no?». En realidad no lo sabía con certeza. Solo imaginaba que el hecho de tener a Jungjae literalmente encima era un poco inusual. La mano derecha del chico se apoyaba en el estrecho hueco que le proporcionaba el cuello de Ina y su codo izquierdo se clavaba en el otro extremo. Su cara estaba cerca. Muy cerca. Tan tan cerca que las puntas de su largo flequillo le rozaban las mejillas. Encima seguía sonriendo la mar de divertido mientras que Ina era un manojo de nervios y preguntas.
—¿Era esto lo que querías? —preguntó Jungjae. Su tono era murmurante, meloso y atrayente; más grave que el de antes. La hipnotizaba.
«Pues no, no lo tenía en mente para serte sincera». No pudo decirlo en voz alta porque la garganta se le había quedado seca y temía que su voz se quebrase si intentaba soltar una triste vocal. La ausencia de contestación pareció darle la razón a Jungjae, que no dudó en reposar todo su peso contra ella, dejándola notar el cuerpo, firme y tenso, sobre el suyo.
Ina se sentía como un tronco a la deriva, río abajo sin control. Sin embargo, lo único que le recordaba que no estaba hecha de madera maciza era, precisamente, el cuerpo del chico. Su peso —que no la llegaba a aplastar, pero le dejaba sentir una presión cálida y estimulante—, el calor de su piel —unas décimas por encima del suyo—, el olor que desprendía —masculino, afrutado, suave—… la obligaron a experimentar escalofríos.
Los vellos se le pusieron de punta sin permiso y empezó a sentirse agitada. No era una agitación mala, no por lo menos la que solía tener antes de un examen o uno de los eventos que su madre celebraba en casa. Era una agitación nueva y excitante. Separó los labios por instinto, observando el rostro de Jungjae. Ya se había fijado en él; es decir: le había mirado antes, no había quedado más remedio. Pero ahora que le veía tan cerca, se fijó en que la mandíbula que enmarcaba sus facciones era dura y afilada; en que la forma de corazón de sus labios era marcada y delicada al mismo tiempo; en que sus incisivos sobresalían un poco bajo el labio superior; en que sus mejillas eran suaves, mullidas y estaban un poco rojas. De repente pensó que ese chico era… ¿guapo? No se había fijado en absoluto en él, pero suponía que tenía su encanto y que tendría su público. Aunque no era su estilo; no se parecía en nada a los chicos que le habían parecido atractivos hasta la fecha. Era demasiado tosco en muchos sentidos, quizás porque su mandíbula, su nariz, sus ojos, sus cejas y todo en realidad menos sus labios, eran demasiado intensos, demasiado fuertes. El contraste entre todos esos rasgos y los pequeños labios rojizos parecía hipnotizarla. Tal vez, la culpa de que lo viese tan tosco no era su cara, sino sus pintas de macarra. La numerosa cantidad de pendientes de sus orejas, su pelo largo a la altura de la mandíbula, el hecho de que parecía desconocer la existencia de la paleta de colores más allá del negro. Pensar en cualquier otra cosa menos el ritmo al que la boca se le acercaba parecía lo más sensato para su salud mental, porque creyó entenderlo: desde luego que podía retractarse de la pregunta que se había hecho a sí misma. Definitivamente y sin lugar a dudas, era un chico guapo.
Lo observaba con tanta fijación que Jungjae soltó una risotada al darse cuenta de que ni parpadeaba; sin embargo, a Ina no le quedó más remedio que volver a hacerlo cuando la mano derecha del chico subió a su frente para apartarle un mechón de pelo de la cara. Solo consiguió sentir el suave roce de sus dedos antes de notar lo otro. Su pulso se disparó de repente, sus rodillas volvieron a temblar, su pecho subía y bajaba sin descanso a un ritmo demasiado descompensado. Por no hablar de que su piel parecía querer volverse definitivamente la de una gallina sin plumas. Aunque lo que la tenía más preocupada era el calor; la extraña sensación que había empezado en un pequeño rincón de su cuerpo y que se extendía salvaje por toda la extensión de su piel. Cuando jadeó la primera vez, no le importó; esa sensación era demasiado fuerte como para que nada más la eclipsase. Lo que empezaba a sentir era tan adictivo que, sin darse cuenta, sus manos —que hasta entonces habían permanecido como palos inertes a ambos lados de su cuerpo— subieron hacia el cuello de la camiseta de Jungjae, agarrando la tela para hacerle bajar más aprisa.
Era bastante obvio que no pensaba con claridad y, por si no le quedaba claro que se había vuelto majara, empezó a subir hacia él. Porque lo entendía a la perfección, el pensamiento era cristalino: quería besarle. Los labios del chico se curvaron en una sonrisilla peligrosa cuando Ina le agarró. Ese simple gesto consiguió encenderla todavía más, aunque ni la décima parte de lo que lo hizo que se mordiese el labio inferior, mirándola con una ceja levantada.
Y sin querer hacerle esperar más, Jungjae bajó del todo.
Los labios del chico chocaron contra los suyos, obligándola a sentir una especie de explosión en las sienes. El estremecimiento de su cuerpo fue a peor, pero era simplemente increíble.
Y cuando intentaba comprender qué pasaba o por qué todo eso se sentía tan bien, Jungjae se separó de ella como una bala y volvió a sentarse frente al portátil. El proceso había sido tan lento y el beso tan corto que no entendía cómo todo había vuelto a la normalidad tan rápido. El chico pareció apiadarse de su desconcierto, porque la miró de reojo antes de coger de nuevo el sándwich y hablar.
—De momento, eso te vale como pago —comentó despreocupado—. Ayúdame a estudiar y, si te portas bien, te daré más.
«¿Perdona? ¿Me dará más? ¿Más de qué?».
«Sea lo que sea lo que te dé, Ina, si se parece un poco a lo que acaba de pasar…».
Pasó unos minutos enfrascada en sus pensamientos antes de aclararse la garganta y ponerse a su lado de nuevo. Miró el portátil, sin dirigir los ojos a él, se puso lo más recta que pudo y, todavía descolocada, tomó su decisión.
—¿Por dónde quieres empezar?
Sin decir nada pero con una sonrisa radiante, Jungjae se hizo con el libro de economía antes de seguir comiendo sin ninguna preocupación aparente en mente. Si solo ella pudiera decir lo mismo…
Movía el trapo de izquierda a derecha, completamente desganada, por la superficie de la encimera. La tela ni siquiera estaba húmeda, por lo que no iba a conseguir quitar el desastre que suponía una noche de servicio, pero la verdad es que no se había dado cuenta. Su cabeza daba vueltas en círculo al mismo tema, y desde luego que no tenía nada que ver con su ocupación. Todo era culpa del cajero.
Esa noche, antes de que aceptase ir con él al pc bang —cosa que ahora reconocía como el primer error—, ya pensó que Jungjae no actuaba por lógica. Había comprobado que su teoría era cierta, porque nada de lo que pasó tuvo sentido. Que sí, que el beso le gustó, tampoco iba a mentirse a sí misma, pero, a ver, seguro que estaba ovulando o algo así. Las hormonas se vuelven locas en esos días; hasta un beso con Jiyo le hubiera sabido bien. «Ay, Ina, qué asco». Se sacudió como un perro mojado para apartar ese horrible pensamiento y dejó el trapo abandonado en una esquina de la encimera.
Encima, como si no tuviera suficientes preocupaciones en mente, el turno no había ido especialmente bien. Le costaba horrores mantener la cabeza fría y Jungjae parecía saberlo porque aprovechaba cada vez que se cruzaban para lanzarle sonrisitas que le recordaban a la de esa noche, justo del mismo tipo a la que esbozó antes de comerle la boca. Aunque llamar a ese minúsculo besito comida de boca, sería pasarse de optimista. Podía reconocer, al menos en su mente —jamás en voz alta—, que ese besito le supo a poquísimo. Esto presentaba a su vez una serie de problemas para los que no tenía solución; el primero de todos: Jungjae no le gustaba. Extraño porque, si lo pensaba, sí que tenía ganas de volver a besarle, de volver a sentir todas esas cosas que sintió agazapada en el sofá, pero nada más. Lo dicho: extraño. El segundo: no conocía al cajero tan bien como para dar a entender que quería volver a besarle. Y siendo honesta, aunque le conociese mejor, tampoco iba a soltar tal cosa. Además, no sería la primera vez que decía algo que quería mantener en su mente delante de Jungjae, lo que la llevaba al tercer problema: cuando estaba con el cajero se comportaba de una manera problemática. Lo hacía sin querer, pero había algo en él que la empujaba a ser diferente. Peor de lo que era normalmente, sin duda.
Volviendo a la lista de problemas, quedaba el cuarto. Ese en el que había invertido más tiempo intentando discernir; esa frase: «De momento, eso te vale como pago. Ayúdame a estudiar y, si te portas bien, te daré más». ¿Qué era lo que más le molestaba de aquello? Parecía imposible elegir. Quizás, lo que más lo hacía era que le ayudó, ¿y por qué? ¿De verdad esperaba que esa frase fuese en serio? Seguro que el mezquino solo quería reírse de ella.
—Caterpie, mamá y papá me han llamado. —La voz de su hermano la pilló por sorpresa y le encaró mientras se hacía con el cubo de basura.
—Te prohibí que volvieras a llamarme así.
—Me han dicho que vayamos a comer mañana con ellos —comentó sin hacer el mínimo caso a la queja.
—¿Por qué? —Jin se encogió de hombros, trasteando con su móvil.
—Ha sido idea de papá, ya sabes: estrechar lazos, comprobar que tus hijos no se estén muriendo de hambre. Papá es muy raro.
—¿Y mamá?
—También viene, claro. Ha hecho un hueco en su agenda para nosotros, deberíamos sentirnos especiales —bromeó, apoyándose contra la encimera—. Ve a sacar la basura, Caterpie, que todavía queda mucho que limpiar.
—¡Ya te he dicho que no…!
Antes de que pudiera terminar su protesta, Jin le posó una de sus enormes manos sobre la cabeza y la hizo girar sobre sí misma en dirección al cubo de basura. Ese imbécil, además de ser su hermano mayor, era su jefe, por lo que no le quedaba más remedio que seguir sus órdenes. La vida era tremendamente injusta.
El cubo de basura pesaba un quintal y de no ser por las ruedecitas incorporadas ya se habría roto la espalda por la mitad hacía mucho tiempo. Abrió la puerta de servicio con el pie —porque Jin no se molestó en ayudarla— y salió al callejón frío, oscuro y sucio que servía para que todos los locales cercanos dejasen los desperdicios. El recorrido desde la puerta hasta el punto de recogida de basuras era de poco más de dos minutos, pero teniendo en cuenta que debía cargar con el peso, batallar con los socavones del suelo y soportar el frío húmedo que traspasaba el fino uniforme, la tarea solía llevarle más de diez minutos. Ese callejón la asustaba; se imaginaba siendo secuestrada por un demente que aparecía desde algún rincón oscuro. Ese día en particular, su miedo se volvió más real que de costumbre cuando escuchó unos ruidos procedentes de las escaleras que daban a la floristería tras el restaurante. Una especie de lamentos entrecortados que hacían eco contra las paredes del callejón.
Lo más sensato, llegados a este punto, hubiera sido seguir con su camino y no dar un solo paso en esa dirección —más que nada porque ni siquiera tenía que seguir esa ruta—, pero una voz familiar y susurrante la llamó a husmear sin saberlo. Abandonando el cubo de basura en medio del callejón, caminó en silencio los pocos pasos que la separaban de la hendidura de la escalera que llevaba al sótano de la floristería. Los ruiditos se hacían más nítidos cuanto más se acercaba y, una vez situada estratégicamente a un lado de la escalera, echó un rápido vistazo.
Casi dejó que un gritito de sorpresa abandonase sus labios ante semejante imagen. No obstante, se controló. Apoyando la espalda contra la fachada, y con los párpados tan abiertos que dolían, intentó encontrarle sentido a lo que acababa de descubrir. No es que ver a Jungjae o a la dueña del local fuera algo nuevo para ella, lo que resultaba impactante era que, en esos instantes, ambos estaban devorándose como dos adolescentes en ese huequito que dejaban las escaleras. La señorita Park se aferraba a Jungjae como si estuviera a la deriva en un naufragio y los hombros del chico fueran el bote salvavidas. Ina no la culpaba porque, según podía ver, el chico parecía estar esmerándose de más con ese beso. «Eso sí que es comerle la boca a alguien». Las manos de Jungjae bajaron por la espalda de la mujer y se agarraron a su trasero con tanta fuerza que hasta Ina jadeó, aunque desde luego que ese suave sonido se perdió entre el gemido que la mujer emitió.
«¡¿Qué está pasando?!».
A ver, la teoría se la sabía: se estaban dando el lote. Pero ¿por qué estaba la dueña —bastante mayor— comiéndose los morros con uno de sus trabajadores —casi adolescente— al lado del sitio donde trabajaban? Tampoco es que sus edades le importasen, pero la diferencia era casi criminal. Cuando vio los dientes del chico aparecer de entre sus hinchados labios solo para propinar un mordisco contra los de la mujer entendió que había sido suficiente show por ese día.
Salió corriendo para volver a las cocinas. TENÍA que contárselo a alguien; parecía que acababa de ver una porno en directo y DEBÍA hacer a alguien más partícipe de eso. Su hermano era un cotilla, y ya se estaba haciendo a la idea de explicárselo todito, con pelos y señales. Pero al momento que posaba una mano sobre la puerta que la devolvía a las cocinas, vio a alguien más en el interior junto a Jin. El día podría haber sido peor si hubiera tenido que compartir turno con Ju; por suerte, el chico no trabajaba, por lo que no entendía muy bien qué hacía en ese momento en el local. A pesar de que los veía con total claridad charlando a través de la ventanita redonda de la puerta, no entendía a qué venía la cara de preocupación del chico o por qué su hermano hablaba con tanta seriedad. Una vez más iba a meterse donde no la llamaban, pero había algo en esa conversación que no le daba buena espina. Se agachó para abrir la puerta abatible unos centímetros —lo suficiente como para poder escucharlos—, contuvo el aliento y pegó la oreja.
—Que no sé qué más quieres que te diga, chaval. Ya te he contado todo lo que sé. Además, va a volver de tirar la basura en breve. Mejor que le preguntes a ella.
—Es que no puedo preguntarle, me ignora. —Estaba claro que hablaban de ella, y el pensamiento de que Hyeonju creyese que le ignoraba sin motivo conseguía hacerla sentir como una mierda.
—Mira —suspiró Jin, acercándose al chico para apoyar una mano sobre su hombro—, te lo voy a decir yo porque la conozco mejor que nadie: mi hermana es así.
—¿Así? ¿Así cómo?
—Pues no es que esté rara como has dicho antes, es que mi hermana es… No rara, pero… difícil, supongo.
—¿Difícil? —cuestionó Ju con mueca confusa.
—Sí, algo así. De todas formas, ¿por qué tanto interés por mi hermana? ¿Qué intenciones tienes, chaval?
—¡Ninguna! —negó el chico de inmediato, levantando ambas manos como para demostrar su inocencia—. Quiero ser su amigo, solo eso. Creía que lo estaba consiguiendo, pero de repente pasa esto y me ignora y… no sé.
—No vas a poder hacerte amigo de Ina; cuanto antes lo sepas, antes puedes darlo por imposible —declaró Jin, soltando el hombro del chico para apoyarse contra la encimera y cruzar los brazos.
La cara de Ina se arrugó por la confusión, no entendía por qué su hermano decía algo así. Expectante por oír la explicación a esa extraña frase, se puso de cuclillas, pegándose más a la puerta, antes de que Jin se dispusiera a explicarlo.
—Ina solo ha tenido una amiga en toda su vida, y ni con ella fue sincera. —En ese momento sintió como si su hermano acabase de abofetearla, pero se mantuvo en posición—. A mi hermana solo le importa ser perfecta. Siempre ha sido así, desde pequeña. No hay nada ni nadie que le importe más que eso. Si quieres un consejo: pasa de ella.
«¿Jin?».
De repente no se sentía con ánimos para escuchar lo que Ju tuviera que responder. Sus dedos dejaron ir la puerta, que volvió a su posición suavemente. «¿Eso piensa de mí? ¿Eso es lo que mi propio hermano cree?, ¿que soy una persona egoísta a la que no le importa nadie más que sí misma?».
Ina se levantó con lentitud. Ya no sentía miedo por estar en el callejón, ni frío, ni cansancio ni sorpresa.
—¿Escuchando a escondidas? —susurró alguien a su oído—. Eso está muy feo, eres consciente, ¿no?
La voz no la hizo reaccionar, ni la pequeña corriente cálida del aliento impactando contra su piel. Sin embargo, aunque no abandonase su postura congelada frente a la puerta, unas manos se encargaron de darle la vuelta; las manos de Jungjae, según pudo ver. La sonrisa socarrona del chico desapareció al momento que la cara de Ina quedó frente a él. Y sus palmas, que se habían agarrado a la cintura de la chica, se separaron en cuestión de segundos. Sus párpados se abrieron en exceso y toda su expresión se volvió una de auténtico pánico.
—¿Pasa algo? ¿Qué te ha…? —preguntó Jungjae tartamudeando.
Los labios de Ina, que se curvaban hacía abajo, empezaron a temblar. Y de un momento a otro, no pudo retenerlo más. Un leve sollozo dejó su garganta segundos antes de romper a llorar. A través de la cortina de lágrimas podía ver cómo Jungjae subía y bajaba las manos compulsivamente, sin llegar a tocarla y sin llegar a alejarse. No podía importarle menos lo que fuera que el chico hacía. Estaba hundida.
—Dime qué pasa, ¿te duele algo?, ¿te encuentras mal? —preguntó con urgencia.
Ina negó con la cabeza como buenamente pudo, limpiándose las lágrimas con ambas manos. Pero su llanto no hacía sino intensificarse. Controlaba todos y cada uno de los sonidos que querían salir de su garganta porque, ante todo, no quería que la descubriesen ahí. No quería que supieran que había escuchado. No quería que supieran que le había dolido escuchar.
—Ina, suéltalo: ¿qué te pasa? —volvió a preguntar Jungjae.
Lo miró por un instante, llorando a mares, con los ojos hinchados y rojos, con los surcos que las lágrimas y los mocos dejaban en su cara y tomó el momento de confusión del chico para salir corriendo de allí.
Ojalá no haberle escuchado.
Ojalá poder borrarlo todo de su mente.
Ojalá pudiera ser diferente.
#
Sentada en esa incómoda silla, acorralada entre su hermano y su padre, dando vueltas a la ensalada de treinta mil wones que había decidido —sin ganas— pedir, de repente, se sintió ridícula. Había que tomar en consideración que se había puesto un conjunto carísimo que su madre le compró cuando todavía le compraba cosas y un bolso a juego con el marrón de sus zapatitos de niña buena. «Sin tacón, sin plataforma, sin decoración, sin gracia».
El ambiente en el restaurante no estaba mal: música suave, conversaciones educadas, risas recatadas. Nunca habían ido a ese sitio, pero en general, el aspecto era como otro de los tantos que había pisado con su familia. Camareros y metres uniformados de manera impecable, mesas y sillas de diseño, caros manteles, luz natural —muy importante para las mujeres de mediana edad, por algún motivo— y ventanales inmensos con vista a unos jardines. Ya tenía muy visto esa clase de sitios, aunque nunca habían despertado tanta indiferencia en ella.
—El otro día me hicieron salir treinta veces para felicitarme, lo juro —continuó su hermano, siguiendo con la misma batallita con la que llevaba veinte minutos enteros—. Los clientes están encantados conmigo. Hasta la jefa me ha felicitado. Me quieren dar un plus por Navidad y todo. Que ya les digo que no hace falta, pero bueno, no me voy a quejar si quieren engordar un poco más mi nómina.
—Eso es genial, cariño —murmuró su madre, llevándose la copa de champán a la boca.
—Ya. ¿Quién me iba a decir que iba a tener tanto éxito? Supongo que cuando tienes talento innato, la gente sabe reconocerlo.
«Voy a vomitar».
—¿Y tú, Innie?, ¿qué tal te va todo? —preguntó su padre de improviso, cortando la cascada de halagos con la que Jin se autorrociaba.
—Normal —masculló, sin parar de darle vueltas al revuelto de hojas verdes que componía su ensalada.
No prestaba atención a nada que no fuera el bol blanco en el que le habían servido la comida. Sin embargo, solo por la postura ligeramente inclinada de su padre —al que veía por el rabillo del ojo—, supo que ese normal le iba a salir caro. Su padre era psicólogo, y esa profesión le había traído dolores de cabeza desde antes de que aprendiese a caminar. Siempre que le pasaba algo, el hombre lo cazaba al vuelo. Esa vez no iba a ser diferente. Viendo cómo sus manos se cruzaban sobre el mantel blanco, Ina resopló en voz baja, maldiciendo no haber sabido fingir mejor.
—¿A qué te refieres con normal, Innie?
—Pues eso: normal, sin más.
—Normal puede significar muchas cosas —intervino su madre—, ¿por qué no especificas un poco?
Notó las miradas de sus progenitores clavadas como dagas en la frente, que era lo único más o menos visible de ella, ya que casi la hundía en el bol de ensalada. Jin se unió también a la tarea de observarla como si fuera un mono escribiendo una novela, y la incomodidad de Ina entró en escena. Sabía que, después de que su hermano hablase de su trabajo como si fuera un Hércules de la vida moderna, todos esperarían que ella dijese que todo le iba mil veces mejor.
«Lo único que me importa es ser perfecta, ¿no?».
—¿Ina? —la llamó su madre—. ¿Te pasa algo?
—No, nada —contestó demasiado rápido—. Estoy bien.
—Esa contestación no me suena a algo que diría alguien que está «bien» —enfatizó su padre, inclinándose un poco más para darle a su hija un suave codazo en el brazo—. Tu hermano nos ha contado que has encontrado trabajo, ¿qué tal si nos hablas de eso?
—No me apetece.
Empezó a sentirse acorralada; las miradas de su familia la hacían sentir extraña, vulnerable.
—Kim Ina, levanta la cabeza de una vez y contesta —exigió la mujer, con su habitual tono imponente y suave. Debía de ser la única persona en el mundo capaz de echar una bronca y que sonase como si cantara una nana.
Ina alzó la mirada y observó la expresión relajada pero estricta de su madre. Le daba rabia admitirlo, pero Jin había salido a ella; había heredado toda su belleza y a ella no le había dejado ni las migajas. Los rasgos de la mujer y los de su hijo eran prácticamente idénticos; sin embargo, Ina había tenido que salir a su padre. Tampoco es que el hombre fuera poco agraciado ni nada por el estilo, pero habría estado bien heredar la nariz perfilada y fina de su madre en vez de la redondita y chata que tenía; los labios prominentes que su hermano lucía, en vez de los pequeños y con forma de corazón que tenía ella. Encima, lo que sí que había sacado de su madre era la altura. La mujer le sacaba unos cinco centímetros a su marido. Tampoco es que a Ina le importase ser un poco más alta que la media, pero, puestos a elegir, podría haber salido más bajita, unos cuatro centímetros menos hubieran estado bien. Ni ella misma sabía a qué venía toda esa divagación. Nunca se había planteado gran cosa en lo referente a sus padres, su posición social, su relación con Jin…Y en ese instante era como si tuviera mil preguntas difusas en mente y fuera incapaz de discernir ni una de ellas con claridad.
—Venga, Innie, cuéntanos qué tal tu trabajo, por favor —insistió su padre con suavidad.
Él siempre había sido el blando de los dos, quizás por eso su madre y él encajaban tan bien. Solo imaginar que el hombre también tuviera el carácter fuerte de su mujer le daba dolor de tripa.
—Mi trabajo es una mierda —espetó Ina, dejándose caer contra el respaldo de la silla—. Limpio mesas, friego platos, saco la basura y tengo que soportar al ególatra prepotente que me habéis dado como hermano mayor.
Al momento en que terminó de escupir lo primero que se le había venido a la cabeza, una parte de ella quiso recular; disculparse de inmediato por haber usado tal elección de palabras y rectificar explicando que, en realidad, el trabajo tampoco estaba tan mal. Pero otra parte —la que parecía ganar la batalla—, estaba encantada de mantenerse en su postura. Se regodeaba en las miradas impactadas que recibía. Se alimentaba de sus caras de asombro.
Se atrevió a cruzarse de brazos y alzar la cabeza como muestra de que no pensaba pedir perdón por haber hablado como lo había hecho y algo en el gesto de su madre —siempre impasible— la sorprendió. Sonreía.
—¿A qué viene tanto interés en mí? —escupió Ina—. Jamás he hecho nada malo. ¿No os valía con cómo soy?
—Innie, ¿qué quieres decir con eso? —preguntó su padre, alargando la mano para enganchar la de Ina, pero esta la apartó mucho antes de que pudiera hacerlo.
Estaba dolida. Ya no solo por la sarta de puñaladas traperas que su hermano le había dado al hablar de ella a Hyeonju. Lo comprendió al llegar al restaurante y volver a ver a sus padres tras más de un mes alejada: estaba dolida con ellos. Antes pensaba que lo único que le hacía sentir mal era haberles decepcionado, pero la realidad era que ellos también la habían decepcionado. Y a pesar de que esa emoción acababa de florecer, notaba como si llevase el resentimiento arraigado desde hacía mucho más que unas horas.
—Ina, para de liarla —murmuró Jin en voz baja para que solo Ina pudiera oírle.
—¿Sabes una cosa, Jin? —espetó, girándose para encararle—. Que te den. —Lo había soltado al fin, y la verdad es que no se sentía nada mal decirlo en voz alta, así que no se limitó a soltar mierda en dirección a su hermano—. Soy la primera de mi clase, trabajo a media jornada, me encargo de que este imbécil no despilfarre el sueldo. ¿No os vale? ¡¿No os parece suficiente?! —exclamó, inclinándose sobre la mesa para mirar con intensidad a las únicas personas que podían contestar a su pregunta.
—Innie, cariño —balbuceó su padre—, estamos muy contentos de que seas la primera de tu clase…
—Estás dando el espectáculo, chalada, para de una vez —susurró Jin.
—Seongjin, no le digas chalada a tu hermana —le riñó su padre—. Todos tenemos derecho a…
—Bueno, ya está bien —interrumpió Jinhye, haciendo que los demás se callasen al instante—. Nunca hemos esperado que seas la primera en clase, la más responsable, la mejor. Siempre hemos esperado algo más allá de la perfección por tu parte, Ina.
Su tono sosegado y la empatía de su mirada no valieron de nada. Ina se levantó al momento, causando un estrépito que captó la atención de toda la sala cuando la silla cayó al suelo y el triste bol de ensalada la siguió. Caminó con rapidez, dejando el restaurante y a su familia atrás. Sentía como si mil sentimientos tirasen de ella en todas las direcciones posibles; estaba sola, asustada, cabreada, indignada, triste. Todo a la vez.
Gracias al hervidero de contradicciones que era su cabeza, ni se había dado cuenta de dónde estaba: su antiguo barrio. Con sus urbanizaciones separadas, sus parques perfectos, sus casas enormes y sus coches de lujo. Reconoció la elegante fachada de losa gris que se alzaba separada por un terreno enorme del resto de las viviendas; antes, el solo observar esa casa valía para hacerle sentir calidez y confort. Ahora, servía para que la furia inexplicable que la había llevado ahí la invitase a tirar su bolso contra la puerta del garaje.
—¡Mierda! Puta… mierda… de… vida —masculló a ratos, dando golpes con la palma de las manos sobre la robusta lámina de metal que llevaba al aparcamiento.
Un chillido de pura frustración dejó su garganta y la pagó con ese pequeño bolsito marrón con grabado de letras doradas. Una de las pocas cosas que le quedaban de su antigua vida. Un bolso con el que podría pagar tres meses enteros de alquiler y gastos para la casa donde vivía ahora. El pobre objeto no tenía la culpa, pero fue el blanco de todos y cada uno de sus desengaños. Lo pisoteó, completamente fuera de sus casillas, y siguió soltando insultos e improperios que le sabían a poco.
«Loca, estoy loca. Al final se me ha ido la pinza, genial. Gracias a todos por colaborar en esto». No tenía idea de qué le pasaba, de qué había hecho mal en la vida. Solo tenía la certeza de que estaba completamente…
—Harta —gruñó, intentando volver a respirar con normalidad antes de sufrir un infarto.
Una idea cruzó su mente como un rayo; una locura, en realidad. Si hubiera estado en sus cabales, jamás habría pensado en hacer tal cosa, pero, al fin y al cabo, toda su cordura había salido disparada cuando insultó a su hermano delante de sus padres. Por un pequeño golpe de suerte —el único en su vida, al parecer—, no había guardado el móvil en el bolso esa mañana; estaba a salvo en el bolsillo de la chaqueta de paño. Chaqueta que, por otra parte, odiaba con toda su alma y que tiró al suelo en cuanto se hizo con el móvil.
Buscó en la agenda y, sin pensarlo, pulsó sobre su nombre.
—¿Hola? ¿Ina? Qué alegría que hayas llamado. He estado un poco preocupado porque no sabía por qué no querías hablar conmigo, ¿he hecho algo mal? ¿Quieres que…?
—Ju —le cortó, masajeándose las sienes sin haber pillado una sola palabra. Su cabeza estaba hecha un lío, y que el chico hablase tan rápido no ayudaba—. Somos amigos, ¿no?
—¡Claro!
—Pues tengo plan para hoy: vamos a salir a beber juntos, como dos buenos amigos. Te espero en una hora delante de la uni. No tardes.
Exactamente una hora y veintisiete minutos pasaron desde esa llamada hasta que se encontró sentada frente al chico. En el transcurso de ese rato podría haber dejado de estar cabreada, pero nada más lejos de la realidad. Seguía de morros, pero ahora, en vez de estar indignada con el mundo entero, lo estaba específicamente con Hyeonju.
—Me dijiste salir a beber, pero no dónde —se excusó por decimosexta vez—. Aquí tenemos descuento.
—¿Y estamos bebiendo? —Hyeonju miró a la mesa y negó con la cabeza un par de veces. Su pelo revuelto se movió con un vaivén cuando cabeceó una negativa—. Quería despejarme, Ju, no venir al sitio donde trabajo. Encima, aquí no podemos beber alcohol… saben que no tenemos la edad legal para hacerlo —añadió susurrando, como si fuera un crimen mencionarlo.
Hyeonju, en un intento por animarla, acercó la copa de cristal que descansaba en el centro de la mesa.
—No, pero tenemos helado. El helado lo cura todo, ya verás —la animó el chico, haciendo que cogiese la cucharita de postre que le ofrecía.
Cuando el chocolate invadió sus papilas, odió a Ju un poco menos.
—Creía que ya no querías seguir saliendo conmigo —murmuró el chico, hundiendo también su cuchara en la copa de helado.
—¿Vas a ponerte a investigar por qué hice lo que hice ahora? —cuestionó con escepticismo—. Por si no te has dado cuenta, hoy tengo un humor de perros. No es el mejor día para que te explique nada.
El castaño le dedicó una mirada de perrito abandonado que la ablandó. La pinta de niño desvalido que mostraba poco tenía que ver con su faceta alegre e infantil de siempre, y pensar que ella era la culpable de que estuviera decaído…
—Es complicado, Ju. Te lo diría si pudiera, pero…
Negó con la cabeza, cabizbaja; de repente no le apetecía seguir comiendo helado. El chico sentado frente a ella soltó un suspiro y la llamó antes de dedicarle una sonrisa enorme y traviesa.
—Si no quieres, o no puedes contármelo, está bien —comentó despreocupado, llenando la cuchara de nata esta vez—. Pero si dices que somos amigos…
—¿Cuándo he dicho yo eso?
—Antes, cuando me llamaste para mal influenciarme con alcohol y esas cosas —contestó resuelto. Ina se tragó la risa que le apetecía emitir y esbozó una sutil sonrisa antes de asentir con resignación.
—Vale, vale: somos amigos, ¿y?
—Pues que el finde que viene hay una fiesta. No sabía si decírtelo o no, pero como has dicho que somos amigos ahora…
—¿Una fiesta? ¿Algo del trabajo?
—¡Qué va! La hacen un grupo de chicos de mi carrera y pinta que va a ser el bombazo del siglo. ¿Qué me dices?
«Pues que no me apetece nada de nada ir a una fiesta, Ju».
—No puede ser peor que la última fiesta a la que fui —declaró susurrando—. ¿Por qué no?
Hyeonju parecía dudar de si aquello significaba que aceptaba, así que, volviendo a comer del helado, Ina dio un gran asentimiento con la cabeza. Ahí sí que pareció pillar que había aceptado la invitación porque sonrió de oreja a oreja y chocó la cucharilla con la suya como si brindase.
Ju era un tío guay.





Necesito el libro🥹 hay Ina sufro contigo nena