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—Muchas gracias por su tiempo. Ya la llamaremos.
Sonrió lo menos falsamente que le fue posible y se levantó de la incómoda silla para salir de la cafetería en la que había hecho la sexta entrevista en lo que iba de semana. El ya la llamaremos le decía lo que ya sabía antes incluso de entrar: que no pensaban contratarla. Como no lo habían hecho en la tienda de ropa, ni en la de animales, ni en el bar, ni en ninguno de los sitios en los que la habían entrevistado.
No entendía qué había tan malo en ella como para que nadie la quisiera; era responsable, estudiante de matrícula, educada… Joder, ¡era el pack completo de estudiante al que contratar a media jornada!
Además de la tragedia laboral, desde el descubrimiento de que Jiwoo asistía a su universidad, iba de puntillas por los pasillos; se refugiaba en sudaderas enormes de su hermano para taparse todo lo posible por si se cruzaba con ella —o con el amigo de Soohyun— y su nivel de estrés estaba en su máximo apogeo. No sabía de qué manera iba a reventar llegado el momento, porque jamás se había sentido tan sola y amargada como hasta entonces.
Por instinto, cogió el móvil para llamar a su madre y desahogarse, pero la cara de decepción de la mujer cuando le dijeron a Jin y a ella que tenían que mudarse le volvió a la mente. Sencillamente no podía llamarla para quejarse: ese era su castigo, así que guardó el aparato de nuevo. A esas alturas dudaba de para qué querría un móvil aparte de para pagar la factura.
Entró en el apartamento al tercer intento, ya que la cajetilla del código de entrada no funcionaba bien. Aunque Jin nunca había tenido problemas para entrar, a ella le pasaba cada vez que marcaba los números. «Mi suerte, nada nuevo en el horizonte».
Llevaba una mañana de sábado de perros. Lo único que le apetecía en ese momento era ponerse el pijama y comer como una cerda mientras veía la tele. Con lo que no había contado para llevar a cabo ese plan idílico era con lo único que se interponía en él: la nueva faceta de su hermano.
—¡Oye, Ina, ve a comprarme cebolletas!
No se sentía con fuerzas para negarse en voz alta, así que le ignoró mientras iba directa al frigorífico. Su hermano —lleno hasta las cejas de harina y sabe Dios qué más— la miró con los brazos en jarras, a la espera de que le prestara atención mientras abría la puerta y se encontraba con un yermo en la nevera. «Ni medio limón reseco, ni un paquete de Kimchi caducado. Nada».
—¿Por qué no queda comida? —preguntó apesadumbrada. Ni ánimos le quedaban ya para indignarse.
—¿Tú qué crees?
Un rápido vistazo al cubo de basura rebosante junto a las cajoneras de la cocina le valió para hacerse una idea aproximada. Soltó un suspiro que se prolongó todo lo que sus pulmones permitieron y miró a su hermano sin expresión. La verdad es que Jin se había tomado muy en serio lo de aprender a cocinar. Impresionante teniendo en cuenta que jamás le había visto esforzarse ni para atarse los cordones.
—¿No hay nada de nada? ¿Ni ramen?
—Es que he intentado hacer pasta boloñesa con el ramen… No ha salido bien.
—Mira, me da igual si sabe a culo de mono: dámelo —exigió desesperada.
—No puedo. Y no sabía a culo de mono —se quejó, ofendido por el insulto a sus habilidades (inexistentes) como cocinero.
—¿Te lo has comido todo tú? —cuestionó, tan cansada que ni sonó amenazante.
—¡Qué va! Como tú no estabas, he usado a los conejillos de indias dos y tres.
Ina se asomó al salón por petición de Jin y vio a los pobres amigos de su hermano tirados de cualquier manera en el suelo y en el sofá respectivamente. Jiyeong tenía un brazo sobre la cara, manteniéndose completamente inerte, y Hajun estaba encogido sobre sí mismo formando un ovillo en el sofá, con una mano encima de la tripa.
—¿Estáis vivos? —quiso saber Ina, sin que le importase mucho realmente.
Murmullos quejumbrosos sonaron en respuesta, así que se dio por satisfecha y volvió a la cocina, donde Jin seguía removiendo algo… extraño, en el wok.
—Son fideos, los he hecho yo —declaró orgulloso en contestación a la mirada asqueada de su hermana pequeña.
—Parecen gusanos moribundos.
—Son fideos —repitió menos alegre.
—Parecen uñas cortadas y engangrenadas. Como si una momia y una escolopendra hubieran tenido hijos.
—¡Te voy a decir una cosa…! ¿Qué es una escolopendra? —preguntó extrañado, perdiendo el hilo de la bronca que pensaba echarle a Ina.
—Como un ciempiés venenoso.
—Ahhhhh, ¡como el Pokémon ese!
—Sí, Jin, sí: como el Pokémon —suspiró.
—En fin, si no quieres esperar a que termine de cocinar vas a tener que ir a hacer la compra.
—¿Con qué dinero? —preguntó apática, hipnotizada en mirar el contenido de la olla, que parecía ser una poción para resucitar a los muertos.
—Jiyo me ha dejado un poco, lista —bufó su hermano de manera infantil—. Ve a cogerlo, está en la entrada. En mi chaqueta.
Antes de que terminase la frase ya estaba andando hacia el pasillo otra vez. No es que le hiciera especial ilusión ir a hacer la compra con lo agotada que estaba, pero tampoco podía ignorar que el estómago le rugía con furia, pidiéndole cualquier cosa menos los fideos de escolopendra.
Un irresponsable descerebrado como su hermano con trabajo y ella, desempleada. El mundo se iba a la mierda, eso seguro. «A lo mejor tengo que echarle morro y mentir también». Desechó la idea en cuanto pasó por su mente. Ella no servía para mentir; se ponía de los nervios y seguramente acabaría la entrevista siendo atendida por médicos gracias a un ataque de ansiedad. Mejor evitarse una posible factura extra.
El pequeño repiqueteo de la campana sobre la puerta sonó en cuanto se internó en la tienda. Desde uno de los pasillos se asomó un chico de pelo negro, facciones duras y sonrisa socarrona, que, por desgracia, ya conocía bien.
—Buenas tardes, bienvenida.
Ina gruñó un hola y se hizo con un carrito antes de dar la vuelta de rigor por el súper. Había mirado en internet, leído mil opiniones e incluso comparado precios por tiendas online y buscado toda clase de cupones de descuento, pero ese súper era el más barato con diferencia. Además, estaba a cincuenta pasos exactos de su casa. Era la mejor opción por mucho que el cajero se riese de ella.
Jin no había mencionado la cantidad o variedad que necesitaba, solo lo de las cebolletas, así que echó cinco paquetes al carro —estaban de oferta—. Tras dar unas diez vueltas por todo el local buscando descuentos, se hizo con un solo paquete de ramen, cogió una gran bocanada de aire para armarse de paciencia y fue a pagar. El cajero, que estaba surtiendo la zona de bebidas alcohólicas, se dirigió a la caja al verla ahí parada y la miró con una sonrisilla que Ina reconoció como maliciosa.
—No tengo tarjeta de fidelidad —masculló antes de que pudiera tocarle los ovarios con el tema.
De la garganta del chico salió un sonido extraño, como si acabase de reprimir una carcajada, cosa que la puso todavía de peor humor. Pero si no había mandado a la mierda a su hermano —con el que tenía mucha más confianza y muchos más motivos para hacerlo—, no iba a decirle eso a un extraño.
—Te falta uno —dijo el chico, señalando los paquetes de cebolletas—. Para poder hacerte la oferta necesitas seis.
—No.
—¿Cómo que no? —preguntó medio riendo—. La oferta va por pares, así que, o coges uno más o te quito uno, como prefieras.
—Ni lo uno ni lo otro.
—Te va a salir más caro un paquete solo que si compras los dos.
—Me da igual —murmuró Ina, apretando los labios y la mandíbula hasta hacerse daño.
—No tiene sentido que te quieras gastar más cuando puedes…
—¡Me da igual! —repitió fuera de sus casillas, apoyando ambas manos sobre el saliente metálico de la caja—. ¡¿Sabes por qué me da igual?!
La expresión de sorna que acompañaba al chico desde la última vez que lo vio, hacía poco menos de una semana, cambió a otra completamente distinta: sin sonrisilla, con los ojos como platos y la boca ligeramente abierta, soltó un pequeño «¿por qué?».
—¡Porque todo es una mierda! Tan sencillo como eso —explicó Ina, sonriendo como si le diera igual—. No importa lo mucho que me haya esforzado estudiando todos estos años, porque llega mi hermano, miente en el currículum y le cogen. ¿Sabes lo que me pasaría a mí si hiciera eso?
—¿E-el qué?
—¡Pues que me pillarían, obviamente, y me echarían de una patada en el culo a la calle! Seguro que aunque mienta ni siquiera me cogerían. Porque así es mi vida, ¿no? ¡¿Acaso soy invisible?! —exclamó, inclinándose hacia el chico, que negó repetidamente—. ¡Pues eres el único que parece notarlo! Nadie me ve. Nadie me elige a mí.
—¿No te eligen…?
—¡En nada! —atajó—. ¡Es como si no existiera! Encima ahora Jiwoo está en mi universidad y no puedo cruzármela, no quiero ni mirarla a la cara. No puedo, ¿lo entiendes?
—Sí, sí, claro…
—El otro día se me acercó un chico y creía que, no sé, por primera vez en la vida ALGUIEN podía tener interés en mí. ¿Sabes qué pasó? —El cajero negó con la cabeza, todavía sin parpadear—. Que resulta que se me acercó para recordarme la única cagada que he hecho en mi vida. Mi hermano la caga todos los días, mis antiguos amigos la cagaban al menos una vez a la semana. Entonces, ¿por qué la mía es tan terrible? ¿Yo no tengo derecho a equivocarme?
—Claro que… —comenzó a razonar el chico, pero Ina no le dejó terminar.
—¡Mis padres ni siquiera me hablan! Me han echado de casa por un error. Estoy harta de que todo me salga mal… Harta —susurró, dejándose vencer. La batalla por no hundirse llegó a su fin: había perdido—. Quítame el quinto paquete, por favor.
El chico se quedó estático, y solo volvió al mundo real cuando Ina le miró decaída, volviendo a pasar los productos a ritmo rápido por el lector de caja.
En un rato, cuando tuviese el estómago lleno y la cabeza un poco más calmada, se torturaría a sus anchas por haber montado semejante numerito delante de un desconocido, pero ahora solo necesitaba dormir un poco. El resto de la tarde al menos. Con suerte, el resto del año.
Recordaba con nostalgia cómo eran sus domingos antes de El Incidente. A veces iba con sus padres al club de campo —que suena elitista de pelotas, pero a ella no se lo parecía— y tomaban el brunch todos juntos. Si había suerte, la mayoría de veces sin su hermano. A la tarde solía salir con Jiwoo; normalmente solo veían pelis juntas o escuchaban música, nada muy interesante, pero le bastaba. Qué feliz fue y qué poco lo había valorado.
Ese domingo se había levantado a la una de la tarde en un piso vacío y en ruinas. Tenía que estudiar y hacer trabajos, pero le apetecía lo mismo que pegarse un tiro en el pie, así que se quedó tirada en la cama hasta que el hambre le hizo un pulsito. Su hermano se había pasado cocinando todos los días desde que le dieron el trabajo, por lo que no era de extrañar que la cocina estuviera patas arriba y no hubiera una triste cebolleta que llevarse a la boca.
Cuando le mandó un mensaje para quejarse de que un día de estos iba a acabar por roer la madera de las sillas, a Jin se le ocurrió la maravillosa idea de que se pasase por el restaurante para «mangar algo de comida». Su primer día en el trabajo y ya quería robar. Ina se encontraba en completo desacuerdo con aquello. Aunque, según le había contado, él comía gratis. Técnicamente hablando no sería un robo como tal. «No, si cuando el hambre aprieta…».
Se lo repitió a sí misma unas quinientas veces, pero seguía pareciéndole mal. Además, si Jin perdía el trabajo se quedaban otra vez sin nada. No: no podía permitirlo. Tampoco pasaba nada por estar un par de días sin comer.
Las primeras tres horas fueron fáciles; estaba mentalizada al ayuno, y la economía, sorprendentemente, le servía para no tener hambre. Puede que porque le quitaba todas las ganas de vivir. El caso es que aguantaba como una campeona. Las tres horas siguientes, bueno… Al principio empezó con el tic de siempre: morderse las uñas; de eso pasó a morder el capuchón del bolígrafo. Eran cosas que hacía continuamente, nada importante. Pero cuando se encontró con que estaba mordisqueándose un mechón de pelo, se levantó de la silla sin poder aguantar más: por primera vez en la vida iba a robar.
No sabía si su moral estaba tan bajo mínimos como para que no le importase una mierda, pero a su estómago desde luego que sí lo hacía, porque no paraba de rugir, demandando su pago por mantenerla con vida.
Al final se dio por vencida y le preguntó a su hermano por la dirección del restaurante.
Ya sabía que Jin tenía una flor en el culo, pero encontrar un trabajo en el que le pagaban una pasta, para el que no estaba cualificado y que encima se situaba a menos de veinte minutos andando del apartamento… Eso ya era pasarse. Con el hambre que tenía, no pensaba quejarse de que la suerte de su hermano la salpicase un poco, porque si el restaurante hubiera estado más lejos lo mismo se hubiera desmayado antes de llegar.
No le hizo falta ojear el móvil para saber cuál era el local una vez llegó. La fachada en que se intercalaban el beige y el dorado destacaba en medio de todos esos edificios grises clónicos. Il Giardino dell’Eden. Si lo poco que sabía de italiano no le fallaba, la traducción era «el jardín del Edén». Ese nombre le parecía más apropiado para un local de alterne que para un restaurante.
Entró, todavía enfrascada en una batalla interna por saber si lo que hacía estaba bien o mal, y el repiqueteo de una campana en la puerta le hizo centrarse. A un lado, a la derecha, había un pequeño mueble que hacía las veces de recepción con un libro abierto y una lamparita; lo normal de un restaurante más o menos decente. Lo que más la sorprendió, sin embargo, no fue eso. El sitio estaba lleno hasta los topes. La gente sentada a las mesas charlaba y comía sin problema aparente. Nadie había muerto intoxicado de momento. «Bien por Jin».
—Buenas noches, ¿tiene reserva? —preguntó un chico situándose en la recepción.
—Ehhhh, no, pero…
—¿Está solo usted para la cena? —Ina asintió torpemente—. Pues va a tener suerte. Tenemos una mesa para dos junto a las cocinas. La acompaño.
Ese chico no le había dado tiempo ni de explicar que venía a ver al chef y, cuando la dejó en la mesa, tampoco le dio tiempo para explicar que su única intención era cenar gratis a costa de su hermano. En lo que sí tuvo tiempo de fijarse fue en que, según veía a lo lejos, todos los camareros eran chicos increíblemente atractivos. «Ahora entiendo por qué han contratado al inútil». Jin era su hermano mayor, sí, pero sabía —de la boca de todas las chicas que se habían relacionado con ella a lo largo de su vida— que era guapo. Mucho, según ellas. Para Ina solo era un mandril estúpido, pero suponía que todas no podían estar equivocadas. Internamente empezaba a tener curiosidad por saber la clase de camarero que iba a atenderla. Aunque había algo que la tenía bastante nerviosa: ¿cómo iba a soltar lo de que había ido a comer a expensas del chef? Podía decir que era su hermano mayor y que él mismo le había pedido que fuese, tampoco iba a ser tan difícil.
—Increíble —escuchó exhalar a alguien. Al girarse en su asiento para mirar en dirección al suspiro de sopor, quiso que la tierra la tragase—. Chica de las ofertas, ¿me estás siguiendo?
—¿Qué…? ¿Jungjae?
Sí, no había duda alguna: era el cajero del súper. El mismo con el que reventó el día anterior; el mismo al que le confesó que su hermano había mentido para conseguir trabajo. Un trabajo que resultaba que ambos compartían.
—¿Te acuerdas de mi nombre? —preguntó con su habitual sorna—. Me siento halagado.
«Sí, desde luego que es el mismo».
—¿Qué haces aquí? —preguntó horrorizada.
El chico se acercó un par de pasos más y le puso la carta enfrente sin dejar de mirarla ni de esbozar esa sonrisilla de superioridad tan característica. No vestía el polo blanco del súper, en ese instante llevaba una camisa negra, a juego con los pantalones de pinza y el mandil. Siendo sincera, debía reconocer que le quedaba mejor el negro que el blanco.
—Estoy trabajando, creo que es bastante obvio —contestó divertido—. ¿Y tú qué haces aquí?
—He venido a comer, creo que es bastante obvio —le imitó Ina.
—Este restaurante es carísimo, aquí no puedo hacer la vista gorda y descontarte nada.
—Vaya, qué considerado por avisar —murmuró con desdén. ¿Por quién la tomaba? Como si no pudiera permitirse una cena en un estúpido restaurante.
«Es que no puedes permitírtela, Ina. Ya no».
«Mierda».
—¿Quieres que te recomiende algo o has venido antes? —preguntó, haciéndose con el aparatito de las comandas del bolsillo del mandil.
—No he venido antes. Pero…
—Entonces creo que los gnocchis con pesto es una buena opción de principal. Por lo visto el nuevo chef está triunfando con ese plato. —Ina abrió la boca para poner en duda esa afirmación, y él alzó una ceja, sin parecer entender el estupor de la chica por la inocente confesión—. ¿Pasa algo, chica cebolleta?
—¡No! —contestó demasiado rápido—. Es que los gnocchis no… ¿Cómo me has llamado?
—Si no te gustan también puedo recomendarte los tallarines carbonara. A nuestras clientas les suelen encantar —recitó sin hacer caso a la pregunta.
—No sé. ¿Me das un rato para mirar la carta?
—Claro. ¿Te puedo poner algo de beber? Nada de alcohol, eso sí, que no tienes veintiuno —comentó con cierto desdén.
—¿Tú qué sabes si no los tengo?
—¿Los tienes?
—No…
—Pues eso —la cortó con suficiencia.
—¡Tú tampoco tienes veintiuno!
—Eso no viene al caso.
—Agua, con agua me vale —respondió de los nervios. El chico dio un solitario golpecito en la pantalla y se inclinó sonriente antes de irse a otra mesa.
¿Podía tener peor suerte?
«No, Ina. No pienses eso, que cuando lo piensas algo peor pasa».
Para intentar calmarse, se hizo con una gran bocanada de aire antes de mirar la carta. Pues bien, perdió todo ese aire al ver la primera página de la susodicha; nada bajaba de los treinta mil wones por plato. Hasta un pequeño cesto de pan costaba cinco mil. No podía pagar nada, obviamente. Incluso si el agua que le traían era de botella, la broma le iba a salir por diez mil wones. «¡¿Pero qué clase de agua me van a traer por ese precio?!». La única opción era salir por patas. En cuanto el cajero se despistase, podía levantarse e irse, tan fácil como eso.
—¿Ya has decidido? —Ina pegó un bote en el asiento al escuchar de nuevo la voz de Jungjae. No le había dado ni dos minutos, pero parecía haber sido tiempo de sobra para que le sirviera el agua.
Suspiró más aliviada al comprobar que solo era un vaso sin ninguna botella con marquita cara de por medio.
—No sé muy bien qué…
—¿Por qué has venido aquí? —la cortó el chico. Ina le miró descolocada, todavía con la carta en las manos.
—Está cerca de mi casa. —Como no podía soltar que su intención era comer gratis, mejor decir la verdad solo a medias.
—No quiero parecer un capullo, pero… por las compras que haces en el súper, no esperaba encontrarte aquí. Ya te habrás dado cuenta: este sitio es bastante caro.
—¿Y… ?
—Pues que…
Lo que intentaba decirle estaba claro: no se lo podía permitir. El muy idiota, ¿qué se creía? ¿Le tenía lástima? Eso parecía, desde luego. Sus ojos —grandes, redondeados y de un profundo color negro, ahora que se fijaba— parecían mirarla con preocupación. ¡Preocupación! Como si fuera una pobre huérfana que vendía cerillas en invierno para poder costearse un mendrugo de pan.
—Quiero los tallarines carbonara de principal. De antipasto, vuestra especialidad, pero sin aceitunas verdes, solo negras. Un cesto de panes y del postre hablamos luego. —Cerró la carta ante sus narices y se la tendió, desafiándole con la mirada.
El chico pareció tardar un poco en reaccionar ante el gesto, pero se puso recto y recogió la carta con elegancia antes de apuntar el pedido.
—Buena elección —murmuró con voz mecánica antes de irse.
Tuvieron que pasar unos minutos para que Ina acabase por entender lo que había hecho. Y la realización de haber pedido platos por valor de cincuenta mil wones casi le provoca un desmayo repentino.
«¡¿Por qué, Ina?! ¡¿Qué te pasa en la cabeza?!». No comprendía ese arrebato. Antes de que el chico la mirase con lástima pensaba irse, ¿no? ¿Qué acababa de pasar? Lo único claro era que estaba en problemas.
Se encontraba tan nerviosa que, cuando el cajero apareció con los entrantes, ni siquiera pudo probar bocado. La paranoia empezó a hacerle pensar que si no comía iba a parecer culpable, así que se forzó a dar pequeños bocados sin disfrutar en absoluto de la comida. Solo sabía darle vueltas y más vueltas a cómo demonios iba a salir de esa. Repitió la operación con los tallarines; el sabor parecía bueno y lo habría disfrutado en otras circunstancias, pero por culpa de la inquietud parecía como si masticase cartón.
Según el reloj del móvil, había pasado allí sentada haciendo como que comía más de hora y media. Ya se imaginaba camino de la comisaría, explicándole al policía que se había olvidado la cartera en casa.
La barriga le rugía más incluso que cuando estaba muerta de hambre. Quizás lo mejor era confesarle a Jungjae que su hermano era el chef y pedir piedad. Pero si ese chico no la tenía, Jin perdería su trabajo por mentir. Y lo de comer sería cosa del pasado, porque no parecía como si ella misma fuera a encontrar trabajo pronto.
—¿Qué tal estaba todo? —preguntó el cajero a un lado de la mesa. Esta vez ni la miraba, solo se dedicaba a apuntar cosas en el aparato.
—Delicioso —musitó.
—¿Le gustaría felicitar al chef? Muchas clientas han pedido que salga para hacerlo ellas mismas.
—¡No! —exclamó Ina. Eso pareció captar la atención del chico, que dejó de apuntar para mirarla con sospecha—. N-no quiero molestarle…
—¿Desea algo más? ¿Café? ¿Postre?
—N-no gracias, solo… la cuenta —añadió de forma sombría. Estaba firmando su boleto a la cárcel con esa frase.
Quizás incluso al corredor de la muerte. ¿Todavía usaban la silla eléctrica? «Ay, Dios mío, no quiero morir electrocutada». Jungjae decía algo, pero no podía escucharle. Sus oídos se habían taponado y se sentía mareada. Eso de hacer cosas ilegales era horrible. No debería haber ido. Maldito Jin, ¿por qué le había hecho caso? Ya debería saber que nada de lo que dijera su hermano era de fiar.
—¿Me estás escuchando?
—Lo siento mucho —confesó al final, al borde de las lágrimas—. Yo no quería venir, por favor, no quiero morir electrocutada. ¿Y si se olvidan de mojar la esponja? ¿Has visto La milla verde? ¡Es horrible! El pobre francés moría quemado vivo, y yo no quiero morir así. El guardia era muy cruel, y e-el ratoncito…
—Pero ¿qué dices? —preguntó el chico, con una mueca a medio camino entre el miedo y la diversión—. Te estaba diciendo que ya han pagado tu cuenta…
El cajero había dicho todo eso mientras Ina seguía con el discurso que pensaba presentar ante el juez si la condenaban a muerte, pero tras la frase, enmudeció.
—¿Qué? ¿Quién? ¿Por qué?
—Un compañero mío —dijo Jungjae, todavía observándola extrañado, justo antes de girar sobre sus talones para señalar un punto lejano de la sala. Ina se alzó sobre la silla para mirar en la dirección en que apuntaba—. Ha dicho que es su forma de disculparse por lo del otro día. No sé qué de algo que pasó en la biblioteca. ¿Le conoces?
En ese momento, el encargado de librarla de la silla eléctrica acabó de servir una mesa y se giró. Sus ojos conectaron con los de Ina y le dedicó una sonrisa tímida antes de saludarla con la mano.
«Kim Hyeonju. Gracias».
Que ganas de leer el libro en físico🥰. Ina sufro contigo, pobrecita.
Estamos poniendo un montón de amor en la edición de 'Erase Me' en físico. En los próximos días os contaremos más detallitos 💖💖